martes, 10 de enero de 2012

EL NACIMIENTO DE FINN MAC CUMHALL (LEYENDA CELTA)

Cumhall MacArt fue un gran campeón en el oeste de Irlanda, y se profetizó sobre él que si llegaba a casarse hallaría la muerte en la siguiente batalla que librase.

Por ese motivo no tenía esposa y no conoció mujer durante largo tiempo. Hasta que, un día, vio a la hija del rey, la cual era tan bella que Cumhal se olvidó de todos sus temores y la desposó en secreto.

Al día siguiente del matrimonio, llegaron nuevas de que había que entablar una batalla.

Sucedió también que un druida le había dicho al rey que el vástago de su hija le arrebataría el reino; de modo que resolvió vigilar a su hija y no dejar que ningún hombre se le aproximara.

Antes de entrar en combate, Cumhal le contó todo a su madre, le habló de sus relaciones con la hija del rey. Le dijo:

-Hoy moriré en la batalla, según la profecía del druida, y temo que si la princesa tiene un niño el rey lo matará, pues dice la profecía que perderá el reino a causa del vas­tago de su propia hija. En caso de que la hija del rey tenga un varón, ocúltalo y críalo, si puedes; tú serás su única esperanza y sostén.

Cumhal pereció en la batalla, y ese mismo año la hija del rey tuvo un varón.

Por orden de su abuelo, el mismo día de su nacimiento. El niño fue arrojado a un lago por una de las ventanas del castillo para que se ahogase.

El bebé se hundió y desapareció de la vista, pero tras permanecer algún tiempo bajo el agua volvió a emerger y gano la orilla sujeto a un salmón vivo.

La madre de Cumhal, abuela del niño, permanecía vigilante junto a la orilla y al contemplar aquello se dijo: «Es mi nieto oto, el verdadero vástago de mi propio hijo.» Y lomando al niño se escapó con él, desapareciendo antes de que los hombres del rey pudieran detenerla.

Cuando el rey supo que la anciana había escapado con el hijo de la princesa, montó en cólera y ordenó que se dieta muerte a todos los varones nacidos aquel día en el reino, esperando de este modo matar a su propio nieto y conser­var la corona.

Tras desaparecer de la orilla del lago, la anciana, madre de Cumhal, se adentró en un espeso bosque donde pasó la noche lo mejor que pudo. Al día siguiente llegó junto a un gran roble. Entonces contrató a un hombre para que hicie­ra una recámara dentro del árbol.

Cuando hubo terminado, y quedó en el roble espacio suficiente para ella y su nieto, así como para un cachorro -de la misma edad que el muchacho-, que ella había traído del castillo, la anciana le dijo al hombre:

-Dame ese hacha que llevas, hay algo aquí que quiero arreglar.

El hombre puso el hacha en sus manos y en ese instante la mujer le cortó la cabeza diciendo:

-Ahora ya no le hablarás a nadie de este lugar.

Un día, el cachorro se comió algunas de las virutas (bran) que habían quedado cuando el hombre vació el árbol. La anciana dijo:

-Por esto, en adelante, te llamarás Bran.

Los tres vivieron juntos en el árbol, y la anciana no sacó

a su nieto al exterior hasta pasados cinco años; al haber permanecido tanto tiempo sentado dentro del árbol, el niño no podía caminar.

Un día, cuando la anciana hubo enseñado a caminar al niño, lo llevó a la cresta de una colina desde la que des­cendía una larga ladera. Tomó una vara y dijo:

-Ahora, baja corriendo. Yo te seguiré y te golpearé con esta vara; al subir yo correré delante, y tú me gol­pearás cuantas veces puedas.

La primera vez que descendieron, la abuela lo golpeó muchas veces. Al ascender la primera vez, él no alcanzó a golpearla en ninguna ocasión. Cada vez que descendían ella lo golpeaba menos y cada vez que subían él la golpea­ba más.

Estuvieron tres días bajando y subiendo, y al cabo de este tiempo ella no pudo golpearlo ni una vez y él le pro­pinaba un golpe a cada paso que ella daba. Se había con­vertido en un gran corredor.

Cuando el muchacho cumplió quince años, la anciana lo acompañó a un juego de hurling entre los hombres de su abuelo y los de un rey vecino. Ambos bandos estaban igualados en pericia, y ninguno era capaz de ganar hasta que el muchacho se opuso a las huestes de su abuelo. Entonces ganó todos los juegos.

Cuando la pelota era lan­zada al aire, él la golpeaba al descender, y esto sucedió una y otra vez, sin dejar nunca que la pelota tocara el suelo hasta hacer que franquease la barrera.

El viejo rey, que estaba muy furioso y humillado por la derrota de los suyos, exclamó al ver al muchacho, que era muy bello y tenía el cabello blanco:

-¿Quién es ese fin cumhal (gorro blanco)?

-Ah, eso es. Se llamará Finn, pues Finn Mac Cumhaill es -dijo la anciana para sí.

El rey ordenó a sus guerreros que prendieran al muchacho- le diesen muerte allí mismo. La anciana corrió junto mi nieto. Ambos se escabulleron entre la multitud y emprendieron la huida, franqueando una colina a cada salto, un valle a cada paso y treinta y dos millas a cada zan­cuda.

Recorrieron un gran trecho hasta que Finn se cansó; entonces la anciana se lo echó a la espalda, introduciendo ir pies en los dos bolsillos de su traje, uno a cada lado, y I puso a correr con la misma ligereza que antes, una colina a cada salto, un valle a cada paso y treinta y dos millas a cada zancada.
Pasado un tiempo, la anciana presintió la proximidad de los perseguidores y le dijo a Finn: -Mira a tu espalda y dime lo que ves. -Veo -dijo él- un caballo blanco con un campeón en la grupa.

-Oh, nada temas -replicó ella-, un caballo blanco no tiene resistencia, nunca nos alcanzará. De él estamos a salvo.

Y siguieron corriendo. Por segunda vez ella sintió la proximidad de los perseguidores y le dijo nuevamente:

-Mira a tu espalda y dime quién viene.

Finn miró hacia atrás y respondió:

-Veo a un guerrero cabalgando sobre un caballo marrón.

-Nada temas -aseguró la anciana-, no hay caballo marrón que no sea atolondrado. No puede alcanzarnos.

Siguió corriendo como antes. Por tercera vez dijo:

-Mira a tu espalda y dime quién viene ahora.

Finn miró para luego contestar:

-Veo a un guerrero negro sobre un corcel negro, que nos sigue a toda prisa.

-No hay caballo más resistente que un caballo negro -dijo la abuela-. De éste no hay escapatoria. Nieto, uno de los dos, o ambos, ha de morir. Yo soy vieja y mi hora casi ha llegado. Moriré; salvaos tú y Bran (Bran había estado con ellos todo el tiempo). Justo delante de aquí hay una turbera profunda, que me cubrirá hasta el cuello, y cuando vengan los hombres del rey les diré que tú estás en la turbera debajo de mí, tan hondo que no se te ve, y que estoy intentando encontrarte.

Puesto que tu cabello y el mío son del mismo color, se conformarán con llevar mi cabeza. Me la cortarán, se la llevarán en lugar de la tuya y se la mostrarán al rey. Esto aplacará su cólera.

Bajando al suelo, Finn se despidió de su abuela y salió corriendo junto a Bran. La anciana se dirigió a la turbera, saltó en ella y se hundió hasta el cuello. Los hombres del rey no tardaron en llegar hasta el borde de la turbera, y el jinete negro le gritó a la anciana:
-¿Dónde está Finn?

—Está aquí debajo, en la turbera, y trato de encontrarlo.

Como los jinetes no pudieron encontrar a Finn y pensaron que bastaría con llevar la cabeza de la anciana, se la cortaron y la llevaron consigo, diciéndose:

—Esto satisfará al rey.

Finn y Bran siguieron corriendo hasta llegar a una enorme cueva, en la que encontraron un rebaño de cabras. En el otro extremo de la cueva ardía fuego. Los dos se echaron a descansar. Dos horas más tarde, entró un gigante que llevaba un salmón en la mano. El gigante era terriblemente alto, pero no tenía más que un ojo, en medio de la frente, tan grande como el sol del cielo.
Cuando vio a Finn, exclamó:

—Tú, coge este salmón y ásalo; pero ten cuidado, porque si haces que le salga una sola ampolla te cortaré la cabeza. He seguido a este salmón durante tres días y tres noches sin tregua y jamás dejé que escapara de mi vista, pues es el salmón más extraordinario del mundo.
       
El gigante se echó a dormir en medio de la cueva. Finn espero el salmón y lo sostuvo sobre el fuego.
Apenas cerrado el único ojo de su cabeza, el gigante comenzo a roncar.

Cada vez que introducía aire en su cuerpo, arrastraba hacia su boca a Finn, el espetón, el salmón, a Bran y a todas las cabras, y cada vez que exhalaba aire lucra de sí, arrojaba todo al lugar anterior.

Una y otra vez, Finn se vio arrastrado hacia la boca del gigante con tal fuerza que temía acabar dentro de su gaznate.

Cuando estaba en parte asado, apareció una ampolla sobre el salmón.

Finn apretó el sitio con su pulgar, por si había modo de romper la ampolla y ocultarle al gigante el daño causado.

Pero se le quemó el dedo y, para calmar el dolor, se lo puso entre los dientes y royó la piel hasta la carne, la carne hasta el hueso y el hueso hasta la médula, y cuando probó la médula recibió conocimiento de todas las cosas.

Al instante se vio arrastrado por el aliento del gigante hasta su misma cara y, sabiendo lo que tenía que hacer, gracias a su pulgar, hundió el espetón ardiente en el ojo del dormido gigante y se lo destrozó.

En este mismo momento el gigante, de un solo salto, estaba en la entrada de la cueva y, erguido con la espalda contra el muro y un pie a cada lado de la abertura, rugió:

—No saldrás vivo de aquí.
Entonces Finn mató la mayor de las cabras, la despellejó lo más rápido que pudo y, poniéndose la piel por encima, condujo el rebaño hasta donde estaba el gigante.

Las cabras pasaron una a una entre sus piernas, pero cuando le tocó el turno a la cabra mayor el gigante la tomó de los cuernos. Finn se deslizó fuera de la piel y salió
corriendo.

—Oh, te has escapado —dijo el gigante—, pero antes de despedirnos deja que te haga un regalo.

—Tengo miedo de acercarme a ti —dijo Finn—; si quieres hacerme un regalo ponlo ahí y luego vuelve adon­de estás.

El gigante puso un anillo en el suelo y luego volvió adonde estaba.

Finn tomó el anillo y se lo puso en el extre­mo del dedo meñique, por encima de la primera articula­ción. El anillo se aferró tan firmemente al dedo que nadie hubiese podido arrancarlo de él.

El gigante gritó entonces:

-¿Dónde estás?

-En el dedo de Finn -exclamó el anillo.

Al momento el gigante saltó sobre Finn, con la inten­ción de aplastarlo y hacerle pedazos, y casi cayó sobre su cabeza. Finn se apartó de un brinco.

El gigante volvió a preguntar:

-¿Dónde estás?

-En el dedo de Finn -insistió el anillo.

Una vez más el gigante dio un salto y cayó justo delan­te de Finn. Muchas veces el gigante llamó al anillo y muchas veces estuvo a punto de atrapar a Finn, quien no podía escapar con el anillo en el dedo.

Mientras estaba sumido en esa terrible lucha, sin saber cómo escapar, Bran corrió hasta él y le dijo:

-¿Por qué no chupas tu dedo?

Finn se mordió el dedo hasta llegar a la médula y enton­ces supo lo que debía de hacer.

Tomó el cuchillo con el que había despellejado a la cabra, se cortó el dedo a la altura de la primera articulación y, con el anillo todavía adherido, lo arrojó a una turbera cercana.

Una vez más, el gigante exclamó: -¿Dónde estás? Y el anillo respondió: -En el dedo de Finn.

Al instante el gigante saltó sobre la voz, se hundió has­ta los hombros en la turbera y allí se quedó.
Finn y Bran prosiguieron su camino y viajaron hasta llegar a un bosque denso y profundo, en el que mil caballos arrastraban troncos y unos hombres derribaban arbolen y los dejaban listos para su uso.

¿Qué es esto? -le preguntó Finn al capataz de los trabajadores.

-Pues estamos construyendo un dun para el rey; construimos uno cada día, y cada noche arde hasta los cimientos.
Nuestro rey tiene una única hija. Le dará la mano al hombre que salve el dun, y a su muerte le legará el reino.

Si alguien intenta salvar el dun y fracasa, deberá pagarlo ron la vida: el rey le cortará la cabeza. Los mejores campeones de Irlanda lo han intentado y han fracasado; ahora yace en las mazmorras del rey todo un ejército de ellos, aguardando a lo que el soberano disponga. En un solo día les cortará la cabeza a todos.

-¿Por qué no te chupas tu dedo? -preguntó Bran. Finn se chupó el dedo hasta la médula y entonces supo que en la parte oriental del mundo vivía una vieja decrépila con sus tres hijos, y que cada día, al caer la noche, enviaba al más joven a quemar el dun del rey.

-Yo salvaré el dun del rey -aseguró Finn. -Bien -repuso el capataz-. Hombres mejores que tú lo han intentado y están en trance de perder la vida. -Oh -dijo Finn-, no tengo miedo. Lo intentaré por
la hija del rey.

De modo que Finn, seguido por Bran, fue con el capa­taz a ver al rey.

-Ha llegado a mis oídos que entregarás a tu hija al hombre que salve tu dun -dijo Finn.

-Así es -respondió el monarca-, pero mía será la cabeza de quien fracase.

-Bien -dijo Finn-, por tu hija arriesgaré mi cabeza. Si fracaso me conformaré.
El rey dio comida y bebida a Finn. Éste cenó y, concluida la cena, se dirigió al dun.

—¿Por qué no te chupas tu dedo? —preguntó Bran—. Entonces sabrás exactamente lo que hay que hacer.
Así lo hizo. Después Bran se subió al tejado del dun, para aguardar al hijo de la anciana. Entonces la vieja de Oriente le dijo al menor de sus hijos que se apresurase a partir con las antorchas, quemase el dun y regresara sin demora, pues el puchero de gachas hervía y no debía retrasarse para la cena.

El hijo tomó las antorchas y salió disparado por los aires a una velocidad portentosa. Pronto tuvo a la vista el dun del rey, arrojó las antorchas sobre el tejado de paja y, como de costumbre, le prendió fuego.
En ese momento Bran pegó tal empujón a las antorchas con los hombros que éstas cayeron a un arroyo que discurría alrededor del dun y se apagaron.

—¿Quién ha sido? —exclamó el hijo menor de la vieja—• ¿Quién ha apagado mis antorchas y se ha entremetido en mis derechos ancestrales?

—¡Yo! —respondió Finn, que estaba delante de él.

Entonces se inició una terrible y cruenta batalla entre Finn y el hijo de la anciana. Bran bajó del tejado del dun para ayudar a Finn. Mordió y desgarró la espalda de su enemigo, arrancándole la piel y la carne desde la cabeza hasta los talones.

Tras una lucha encarnizada como no la hubo en el mundo antes de aquella noche, Finn le cortó la cabeza a su enemigo. Pero de no haber sido por Bran, Finn jamás habría triunfado.

La hora del regreso de su hijo había pasado y la cena estaba lista. Impaciente e irritada, la anciana le dijo al segundo de sus hijos:

—Coge tú las antorchas y apresúrate; averigua qué entretiene a tu hermano. ¡Me las pagará cuando vuelva a . na! Pero guárdate de hacer como él o también tendrás tu merecido.
Date prisa en volver porque el puchero hierve y la cena está lista.
El segundo de los hijos de la anciana partió, se encontró con Finn y fue muerto exactamente de la misma manera que su hermano, salvo que era más fuerte y el combate fue mas feroz.

De no haber sido por Bran, Finn hubiese perdido la vida aquella noche.

La anciana estaba furiosa por el retraso, y le dijo al mayor de sus hijos, que no había salido durante diez años de la casa (sólo lo enviaba en caso de extrema necesidad.

Tenía cabeza de gato y le llamaban Pus an Chuine, «El Gatito del Rincón»; era el mayor y más fuerte de los hermanos):

—Toma las antorchas y ve a ver qué entretiene a tus hermanos. Cuando vuelvan a casa me las pagarán.

El hermano mayor salió disparado por los aires, llegó hasta el dun del rey y arrojó sus antorchas sobre el techo. Apenas habían chamuscado ligeramente la paja cuando Bran las empujó con tal fuerza que cayeron al arroyo y se apagaron.

—¿Quién es —chilló Cabeza de Gato—el que osa interferir en mis derechos ancestrales? —¡Yo! —gritó Finn.

También fue vencido, como los anteriores. En vista de la tardanza la vieja decidió tomar cartas en el asunto, partiendo ella misma con las antorchas incendiarias para culminar la obra que, por lo visto, sus descendientes no habían sido capaces de llevar a término.

Y hubo de enfrentarse a Finn, como es obvio. La bruja profirió un grito que se escuchó en todo el mundo y se enzarzó con el héroe. Entonces tuvo lugar un combate como la Tierra no había conocido hasta aquella noche, ni ha conocido después. Brotó agua de las piedras grises, las vacas expulsaron violentamente a sus terneros incluso cuando no los tenían y en los rincones más remotos de Irlanda los juncos más duros se volvieron blandos; tan desesperada y terrible fue la lucha entre Finn y la vieja.

De no haber sido por Bran, Finn habría perecido aquella noche.

Justo cuando llegaba la primera luz del día Finn segó la cabeza de la bruja y, exhausto por los terroríficos comba­tes que había librado, se desplomó, quedando profunda­mente dormido.

Mientras dormía, el mayordomo principal del rey llegó al dun, vio que seguía en pie sin daño alguno y, al ver a Finn allí dormido, supo que él lo había salvado. Bran intentó despertar a Finn, tiró de él y lo empujó, pero no pudo reanimarlo.

El mayordomo fue a ver al rey y le dijo:

-He salvado el dun y reclamo mi recompensa.

-Te será entregada -respondió el monarca.

Y al instante el mayordomo fue reconocido como yerno del rey, y dieron orden de que se preparasen los espon­sales.

Bran había escuchado lo sucedido, y cuando su amo se despertó le dijo lo que estaba teniendo lugar en el castillo del rey. Finn se presentó ante él y le dijo:

-Yo soy quien ha salvado tu dun y a quien le corres­ponde la recompensa; la exijo.

-Oh -respondió el rey-, mi mayordomo ha exigido la recompensa y le ha sido concedida.

-Insisto en que yo he sido el salvador de tu dun y la recompensa es a mí, exclusivamente, a quien le pertenece. Espero que hagas justicia.

-Trato de ser justo, como hago siempre. El ha sido el primero que me ha dicho que el dun estaba a salvo y ha reclamado la recompensa.
Hazlo venir aquí -dijo Finn-. Quiero echarle una mirada

Se mandó buscar al mayordomo y éste vino.

-¿Has salvado tú el dun del rey? -preguntó Finn. -Así ha sido.

-No es cierto, y toma esto por haber mentido -dijo I uní. golpeando al otro con el borde de su mano abierta le separó la cabeza del cuerpo, enviándola al otro lado de la habitación y aplastándola contra el muro como si fuera una masa.

-Has sido tú -le dijo el rey a Finn- quien ha salvado el dun. Tuya es la recompensa. Todos los campeones, y son muchos, que intentaron salvarlo y fracasaron están en las mazmorras de mi fortaleza. Sus cabezas rodarán antes de que se celebre la boda.

-¿Me permites que los vea? -preguntó Finn.

-Te lo permito.

Finn fue a ver a los hombres y encontró en las celdas a los principales campeones de Irlanda.
-Si os salvo de la muerte, ¿me obedeceréis en todo? -preguntó Finn.

-Así lo haremos.

Entonces Finn volvió a presentarse ante el monarca y le preguntó:

-¿Me concederás la vida de esos campeones de Irlan­da a cambio de la mano de tu hija?

-Sí -respondió el rey.

Todos los campeones fueron liberados y ese mismo día se marcharon del castillo del rey. Desde entonces obedecieron ciegamente las órdenes de Finn, y así aquéllos fueron los primeros Fianna de Irlanda.

Laura Fortea

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